Mike miraba por sus binoculares a un grupo de zombies en una estación de gasolina. Uno de ellos trataba de tocar un instrumento musical, obteniendo sólo grotescos sonidos. Otro iba tomando de la mano a su pareja, deambulando con la vista perdida en el infinito. Y al medio de todos Big Daddy, el zombie líder, observaba con curiosidad la manguera de gasolina. Mike giró la cabeza, aún incrédulo, y le dijo a Riley: “Ellos pretenden que están vivos”, a lo que Riley respondió con crudeza: “No es lo que hacemos nosotros? Pretender que aún estamos vivos?”.
Este es el universo de George Romero. Un futuro apocalíptico donde la humanidad se encuentra al filo de la extinción a medida que un mar de zombies va avanzando y devorando todo a su paso. Y a medida que eso va ocurriendo, ambos grupos van evolucionando… o involucionando. Quizá el giro más arriesgado que Romero le da a su universo, es esta nueva capacidad de comunicación entre los muertos vivientes. Rudimentaria, es verdad, pero lo suficientemente amenazadora para este gueto que significa el último bastión de la sociedad humana. Y allí, un edificio ilumina al resto de barrios marginales. Es el Fiddler’s Green, un oasis de lujo y comodidad para un selecto grupo de humanos pudientes que observan impertérritos al resto de mortales que se revuelcan en sus miserias, depravaciones y vicios.
La historia en sí, no es de lo más llamativa. Previsible, si se quiere como toda película del género. Los zombies avanzan, los humanos escapan, luchan, mueren y obtienen pírricas victorias que sólo significan un día más de estar “vivos”. Obviamente, la riqueza de la película se haya en descifrar en qué medida los zombies son vehículos de las críticas a la sociedad y el individuo contemporáneo. Si en Diary of the Dead mencionaba la ácida visión de Romero acerca de la mass media, en esta película es innegable esta puesta en el tapete hacia la enclaustración y segregación de grupos humanos sea por motivos culturales o económicos. Un ejemplo. El borde fronterizo de Estados Unidos con México. Así, como el mismo Romero señala, los zombies no son sino un espejo roto donde se reflejan todas las deformidades de nuestra especie. Muy buena película.
Este es el universo de George Romero. Un futuro apocalíptico donde la humanidad se encuentra al filo de la extinción a medida que un mar de zombies va avanzando y devorando todo a su paso. Y a medida que eso va ocurriendo, ambos grupos van evolucionando… o involucionando. Quizá el giro más arriesgado que Romero le da a su universo, es esta nueva capacidad de comunicación entre los muertos vivientes. Rudimentaria, es verdad, pero lo suficientemente amenazadora para este gueto que significa el último bastión de la sociedad humana. Y allí, un edificio ilumina al resto de barrios marginales. Es el Fiddler’s Green, un oasis de lujo y comodidad para un selecto grupo de humanos pudientes que observan impertérritos al resto de mortales que se revuelcan en sus miserias, depravaciones y vicios.
La historia en sí, no es de lo más llamativa. Previsible, si se quiere como toda película del género. Los zombies avanzan, los humanos escapan, luchan, mueren y obtienen pírricas victorias que sólo significan un día más de estar “vivos”. Obviamente, la riqueza de la película se haya en descifrar en qué medida los zombies son vehículos de las críticas a la sociedad y el individuo contemporáneo. Si en Diary of the Dead mencionaba la ácida visión de Romero acerca de la mass media, en esta película es innegable esta puesta en el tapete hacia la enclaustración y segregación de grupos humanos sea por motivos culturales o económicos. Un ejemplo. El borde fronterizo de Estados Unidos con México. Así, como el mismo Romero señala, los zombies no son sino un espejo roto donde se reflejan todas las deformidades de nuestra especie. Muy buena película.
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