Para aquellos que alguna vez se han parado enfrente de un grupo de estudiantes tratando de asumir la complicada posición de la verdad y la autoridad, Detachment (2011) de Tony Kaye es un film imperativo. ¿Qué cosa es ser un maestro en un momento en que los jóvenes parecen abdicar cínicamente de cualquier referente de orientación paternal? ¿Cuál es la función de un profesor en el contexto de la orgía de la información virtual globalizada? ¿Cómo generar confianza y ejemplo en un contexto en el cual la representación esta en crisis y las nuevas generaciones autoafirman radicalmente sus identidades?
Henry Barthes, es un profesor substituto en una escuela pública Norteamericana. El hecho de que sea un profesor temporal, que va de una escuela a otra no es un detalle menor, y le sirve a Kaye para introducir la idea de que el sistema educativo formal esta petrificado. Durante el film se nos muestran las típicas presiones del sistema burocrático educativo y el grado de aletargamiento al que llegan los profesores permanentes, atados a un “puesto” y a un “salario”. Entre las presiones del sistema educativo norteamericano por aumentar las medias en las notas y los ingresos a universidades y el mundo inmobiliario que prefiere levantar condominios derruyendo escuelas públicas, los maestros deben avanzar a trompicones enfrentándose a seres humanos que se manejan en otra frecuencia, en otra sensibilidad.
En este contexto, Barthes, es un maestro diferente, situado en la posición de un padre redentor, de un expiador de culpas. De hecho su relación con la adolescente Erica (Sami Gayle) lo equipara con la figura de Jesucristo. Un hombre “desprendido” como el título de la película, capaz de amar a una prostituta. Henry no es un cínico como el profesor Seaboldt (James Caan), quien sabe ponerse en la posición del estudiante para desde ahí darle la vuelta y mostrarle al adolescente su propia posición obsena y perversa (ser un peleón, vestirse como una prostituta, insultar a los profesores, etc.). Por el contrario Barthes es un personaje melancólico, solitario marcado por una experiencia subjetiva, que empuja a la pulsión de muerte. Aquí hay una reiteración en Kaye, que marca la única objeción al film: aplicar una formula narrativa similar a la de American History X, Tony Kaye (1998) . Algo que se repite en el plot, pero también en el guión. La situación sobre el estado de ánimo de los adolescentes parece ser para Kaye la de un enojo perpetuo: “yo solía estar enojado” pero ahora soy otra cosa dice el personaje de Derek Vinyard en American History X, palabras que Henry Barthes ahora vuelve a repetir.
La repetición narrativa de Kaye se muestra a travéz del caso de Meredith (Bette Kaye), (hija del director). Ella muestra la crónica de un desenlace semi-anunciado. Ella es la representación del adolescente como un otro al que juzgamos y no entendemos, es la expresión más típica de la creatividad juvenil, pero también de su fragilidad y la necesidad de la alteridad con cierta figura paterna, pero ya no como imposición sino como reconocimiento. Los límites son necesarios y los adolescentes necesitan (todos necesitamos) castraciones simbólicas (la ley) para ponernos límites a nuestros goces y perversiones (a nuestros deseos conscientes e inconcientes). Pero paralelamente a la castración (a la incorporación de las normas de la sociedad) debe aparecer una página en blanco que ayude a los jóvenes a seguir sus propias inclinaciones y orientaciones. La crianza, la educación son y deben ser también, en determinado punto, un salto al vacío, sino nos quedamos con la más crasa programación, como se programa un software de computadora: seremos predecibles y eficientes, pero nada más.
Entonces la salida creativa de un maestro, implica ir más allá de función burocrática, (la función curricular) porque en un tiempo en el cual la figura simbólica del padre desaparece, el maestro contemporáneo puede obtener un lugar privilegiado de polivalencia para no entregarse a esa típica función autoritaria del maestro convencional (la posición del Amo), sino todo lo contrario, para reconocer desde su posición incompleta (como sujeto, como ley quebrada) que es necesario guiar sin garantías, sin mandatos cerrados que reclaman el bien y la verdad. Para ello, la subjetividad adolescente no sólo debe ser castrada sino también invitada a la performatividad inacabada, pero siempre acompañada de un sostén emotivo que intente llenar los vacíos y dolores de la típica anti-familia nuclear del mundo que vivimos.
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